sábado, mayo 19, 2007

Seven, o la ausencia de refugio




Bajo las persianas a fin de que el salón quede en penumbra, conecto al televisor los altavoces del equipo de música y aproximo el sofá a poca distancia de la pantalla. Cada vez que veo una película en casa procuro seguir un ritual que tiene como objeto alcanzar, en la medida de lo posible, una atmósfera similar a la de una sala de proyección. Para que tal efecto se produzca una circunstancia indispensable es que la película que me disponga a ver no sea emitida por televisión, ni siquiera en una de esas cadenas de pago que no las interrumpen con publicidad o no lo hacen de forma abusiva. No, en este caso la publicidad carece importancia, lo verdaderamente relevante es la liturgia de alquilar o comprar un DVD e introducirlo en el reproductor y experimentar, mientras aparecen los títulos de crédito y la música que preludia la ficción, la sensación falsa pero excitante de que sólo tú asistes a la aventura que está a punto de dar comienzo.
Ayer volví a ver Seven, quizá estimulado por el estreno anunciado de una película en la que he depositado muchas expectativas, Zodiac, la última obra del director David Fincher, responsable también, además de Seven, de El club de la lucha o La habitación del pánico. Un tipo, este Fincher, que, a mi juicio, posee un talento portentoso que lo sitúa a mucha distancias de otros cineastas de su generación.
El caso es que ayer, como digo, planifiqué toda la mañana, desde bien amanecido, para que a las dos de la tarde estuviera libre de toda obligación doméstica con idea de poder sentarme frente a la televisión y disfrutar, una vez más, de una de las mejores películas de la década de los noventa. Pero ¿cuáles son los motivos por los que Seven se ha convertido en una película de culto, imitada hasta el hartazgo por otros directores mediocres con mediocres resultados? Al fin al cabo el planteamiento inicial, dos policías a la captura de un asesino en serie, es una fórmula trillada de la que han echado mano no pocos guionistas.
En mi opinión buena parte reside en esa atmósfera lóbrega que consigue desde el principio Fincher, esa sensación de angustia constante, la percepción inevitable del mal más descarnado acechando en todas las esquinas de una ciudad azotada permanentemente por la lluvia. En otras películas de argumento similar, paralelamente a la investigación policial, aparecen atisbos de esa sociedad ociosa y en cierta manera idealizada en la que viven los protagonistas. A la conclusión del día los policías regresan a sus blancas y asépticas casas unifamiliares rodeadas de hermosos jardines en cuya hierba retozan los hijos, ajenos por completo a la existencia del mal. En los márgenes de ese refugio idílico se hallan los escenarios en los que se perpetran atroces crímenes, reducidos guetos que cobijan la escoria social, seres desalmados dispuestos a provocar sufrimiento, pero de los que siempre existirá la posibilidad de huir, de alejarse, pues al final del día aguarda, por fortuna, el bálsamo del hogar perfecto como refugio idóneo.
Pero en Seven no hay nada de eso. No se intuye ni se realiza la menor sugerencia a que exista un lugar semejante, todo cuanto rodea al impulsivo detective Mills y al metódico teniente Somerset transpira desasosiego, angustia y la descorazonadora certidumbre de que la brutalidad y ausencia de piedad maneja el destino de los hombres.

martes, mayo 15, 2007

Dolor

Liberado por fin de la terrible servidumbre de los exámenes, regreso al blog con energías renovadas. Ha habido ocasión, durante estos días de ausencia, para la creación de suculentas entradas sobre las que, en cualquier caso, ya no regresaré ni insistiré porque considero han perdido actualidad. Baste algún ejemplo: Aznar y su alucinante vindicación de la conducción etílica. Este señor, este berzotas desgreñado está sembrado de ocurrencias malévolas que bien podría haber sostenido en público en su época de jefazo del Gobierno, a fin de que todos conociéramos su verdadero lado oscuro.
El tema Isabel Pantoja también habría sido digno de una reflexión escrita. Parece ser que ahora, por doquier, están surgiendo movimientos espontáneos de ciudadanos responsables que se ocupan de recaudar dinero con objeto de paliar los problemas financieros que pueda padecer, en el futuro, la ya coplera ladrona por excelencia del panorama rosa de este país inenarrable. Hasta la abuela de Pilar, antes azote iracundo de famosillos de medio pelo, a los que dedicaba toda surte de improperios en modo alguno reproducibles en este blog, se ha declarado pantojista, y entre las causas que sustentan su repentino apoyo a la folclórica, destaca el siguiente: la pantoja no es más que una víctima cándida del gañán Julián Muñoz, que ha recibido, con el dinero sustraído, justa recompensa por ofrecer su cuerpo al ex alcalde marbellí.
¿Y qué me decís del bueno de Julián Muñoz?, este personajillo patético que tiene por costumbre situarse el cinturón del pantalón a la altura de los pezones. Emulando, mal que bien, al asesino De Juana Chaos, se declara en huelga de hambre y después apenas muestra voluntad para soportarla el tiempo que tarda en alcanzar su celda el olor a bocadillo de calamares que preparan en el bar situado al lado de la cárcel que lo recluye.
Procede una reflexión sobre los estímulos que quiebran o fortalecen nuestra voluntad, y asimismo nuestra predisposición a seguirlos. A primera vista no parece el tal Muñoz poseer el perfil de un individuo de inquebrantable determinación.
Yo me he preguntado a menudo (no tanto ahora como cuando era más joven y asistía en el cine a esas escenas en las que sometían a martirio al imperturbable protagonista) dónde se hallaran los límites de mi resistencia al sufrimiento. Y en más de una ocasión he constatado que apenas un ligero constipado desmorona mi voluntad y pronto me retuerzo en la cama y profiero aullidos de dolor, y me cobijo bajo las sábanas para evitar la tentación de atravesar el túnel, al final del cual, aguarda la luz que conduce al mundo de los muertos. Y todo esa escena se desarrolla mientras Pilar (o mi madre antes, o cualquiera de mis hermanas) aguarda al lado de la cama con un vaso de agua en una mano y el Frenadol en la otra, ajenos todos, los muy inconscientes, al drama interior que estoy padeciendo en esos momentos.