martes, septiembre 25, 2007



La web libroandromeda me ha publicado un cuento. Se trata de Ucronía, relato con el que fui finalista en 2004 en el certámen internacional NH Relatos. Si a alguno le apetece leerlo puede visitar la web mediante el enlace correspondiente, situado al principio de esta entrada. Una vez en la web, bajo el texto ÚLTIMAS ACTUALIZACIONES, se encuentra mi nombre y el de otro autor.

lunes, septiembre 24, 2007

Fin de semana en Zaragoza


Con motivo del enlace de mi cuñada Maribel y de su ya marido Rubén, celebrado en Zaragoza, hemos pasado un inolvidable fin de semana en la capital aragonesa, cuidados a cuerpo de rey por unos anfitriones que se han desvelado en todo momento por hacernos sentir como en casa. Zaragoza es una ciudad que yo no había visitado antes, circunstancia ésta que se me ha antojado imperdonable al deambular en solitario (mientras Pilar y su hermana y, en suma, toda las mujeres que asistían a la boda, se sometían a toda suerte de tratamientos estéticos) por el dédalo de diminutas calles que tejen el casco antiguo, muy próximo al cual se alza la impresionante basílica del Pilar, a cuyas puertas la Plaza del Pilar, inacabable y vívida de una multitud que pasea en todas direcciones y que, según me cuenta Rubén durante un paseo en el que me revela los pormenores históricos de su ciudad, en el transcurso de las fiestas del Pilar se convierte en una muchedumbre imposible de cuantificar que colapsa las principales calles de acceso a la basílica.

Por supuesto, ha sido obligado realizar la ruta de tapas de rigor y probar por fin los huevos rotos con foie de los que tanto me había hablado Rubén, que, en efecto, han resultado deliciosos, al punto que he repetido plato durante los tres días en que nos hemos aventurado por el casco antiguo y, sin duda, los hubiera pedido otra vez de habernos quedado un cuarto día.
A continuación os muestro un breve documento gráfico de cuanto ha sucedido estos días, que, pese una meteorología caprichosa y empeñada en estropearnos a todos la jornada, (afortunadamente sin éxito) han resultado muy emotivos y, a mí en particular, me han deparado no pocas sorpresas, como el cura que ofició la ceremonia, que resultó ser un desternillante y excepcional monologuista cuya actuación me reconcilió, en cierta manera, con la iglesia y me hizo pensar que no todo está perdido en aquellos que deciden un día vestir sotana. Lejos del típico cura alucinado, iracundo y , como dice Sabina, malfollao que yo me he encontrado a menudo, el que casó a mis cuñados era de una heterodoxia festiva, chispeante, que tan pronto denominaba al novio con el cariñoso apelativo de empanao (no a Rubén sino a la figura paradigmática del novio ) como se refería al Golum de El Señor de los anillos cuando hablaba de las alianzas (¡mi aniiiillooooo!, llegó a decir el cura para mayor regocijo).



Instantánea tomada por mí desde el Puente de Piedra. La Basílica
del Pilar a la caída de la tarde.


Una bella y espectacular Maribel preparándose
en el hotel. Vaya dos hijas que parió Isabel.


La tuna de la facultad de derecho de Zaragoza, a la que
pertenece Rubén. La capa a los pies de los recién casados,
un ritual que realizan cada vez que se casa uno de sus miembros.








El entorno espectacular donde aguardamos la llegada de los novios,
acosando a los camareros que se paseaban con bandejas de un cóctel delicioso.




Maribel provocó el llanto, a moco tendido, de Rubén con un vídeo
inesperado. La emotividad manifestada por Rubén fue contagiosa.


Pilar y un capellán lascivo que se ofreció a aparecer en la foto.

Pilar, ataviada con lo primero que encontró
en el armario. Hermosa con cualquier cosa que
se ponga.El bulto sospechoso que asoma
bajo el vestido, es Martina, nuestra hija,
que últimamente se empeña en aparecer en todas
las fotos.


De nuevo Pilar, esta vez de trapillo, y Martina
que se empeña en acompañarla a todos lados.













miércoles, septiembre 19, 2007

Juicio Final




Leo en el periódico que en la Corte de un distrito de Nebraska se ha admitido a trámite la demanda presentada contra Dios por un senador estadounidense, de nombre Ernie Chambers, por considerarlo responsable directo de las catástrofes que continuamente se ciernen sobre el planeta. Mi primera impresión, al ojear tan sólo el titular, ha sido de cierta indisimulada satisfacción, pues he pensado que por fin se alzaba alguna voz que alertara o previniera a la devota sociedad norteamericana de cuanto de amañado e irracional o manifiestamente increíble persiste en el alucinado discurso religioso. Pero no he tardado en caer en la cuenta de que semejante iniciativa no es sino una muestra más de devoción ciega, pues atribuir a Dios papel de tal relevancia, en lugar de resignarse a la suerte que depara la naturaleza y tratar de prever los desastres telúricos o aliviar el sufrimiento de aquellos que irremediablemente los padecen, y llevarlo a juicio es obstinarse en la teoría de su existencia, que, cabe recordar, nadie ha confirmado ni a buen seguro confirmará jamás, más allá de los golpes de efecto y las manifestaciones alucinógenas y auto sugestionadas de la conciencia febril de quienes han sido desde niños debidamente adiestrados en la veneración en una determinada creencia (yo diría que tendenciosamente adiestrado, por cuanto tiene de manipulación impedir u obstaculizar a alguien para que elija por sí misma en qué debe o no creer sin mayor interferencia que la propia observación del discurrir de la vida). Lo cual me trae a la memoria una historia real de la que dio cuenta en su columna de los sábados en El País el escritor Manuel Rivas.

Un viejo profesor en la España de la posguerra realiza un pequeño ejercicio práctico a sus alumnos, que previamente le habían manifestado su devoción a Dios. El maestro les pide a los muchachos que, en voz alta y al unísono, llamen a Dios a fin de comprobar si responde a la llamada y aparece en el aula. Los alumnos, en efecto, entonan el nombre de Dios repetidas veces sin resultado. El profesor les pide que ahora lo llamen a él. El hombre abandona antes el aula y aguarda en el pasillo. Lo muchachos gritan su nombre (¡profesor, profesor!) y el profesor, solícito, aparece en el aula.
De más está señalar que el viejo maestro fue objeto de las iras del régimen franquista.

En lo que atañe a lo sucedido en Nebraska, acaso lo único que cabe aplaudir en la iniciativa del mencionado senador sea que por fin un feligrés se haya separado del rebaño y tenido el coraje de plantarse delante del altar (en lo alto del cual imagino a Dios engullendo pipas con aire distraído, cuyas cáscaras se amontonan en derredor, mientras contempla con desidia cuanto nos sucede a todos), y reprocharle los desmanes que últimamente organiza. A ver Dios, ¿no crees que te estás pasando tres pueblos?, parece querer decirle el senador con la acción llevada a cabo.
Falta saber si Dios, como en el aula del bienintencionado profesor, hará o no acto de presencia en el proceso incoado, y si éste se tratará del tan cacareado Juicio Final y si, lo que sería el colmo, el letrado que finalmente ejerza su defensa será el mismísimo abogado del Diablo.

miércoles, septiembre 05, 2007

La Polla



El adolescente de treinta y tres años de edad, Ernestito Miraqueteavío, corría de un lado a otro del comedor, mientras a la boca desdentada de su bragueta asomaba el pene flácido, cuya punta lucía en forma de abanico debido al kilo y medio de pellejo que, se estima, cubría el glande. Luego de girar en torno a sí con cierta desorientación, Ernestito se precipitó con atropello hacia la cocina, y al grito redentor de «ya no pecaré más», tiró hacia afuera de un cajón e introdujo la mano y empuñó el primer cuchillo que sus dedos acertaron a palpar. Acto seguido situó en alto el brazo cuya mano blandía el arma justiciera, y allí, a ras del techo bajo de la cocina, con la hoja cintilando en lo alto como  si el foco cenital de Dios se hubiera desentendido del resto de la humanidad para concentrarse solo en él, permaneció quieto durante unos segundos que semejaron una pausa publicitaria, al término de la cual prosiguió lo que había resuelto llevar a cabo. Dejó caer el cuchillo, que descendió veloz como un parpadeo, mientras con la otra mano maniobraba a fin de situar la polla sobre el mármol, en posición perpendicular respecto al cuerpo, asiéndola con fuerza por si en el último momento se arrepentía. 
¡Zas, zas, zas! 

Tal y como las tres onomatopeyas sugieren, el corte no fue de una sola y certera tacada, sino que precisó de asestar tres golpes hasta que finalmente los tendones, los músculos y demás tejidos se separaron casi por completo del cuerpo, pues apenas los vinculó a él unos finos hilillos de pellejo que, al separar Ernestito el miembro cercenado, semejaron el queso fundido de una porción de pizza.
Tal estropicio en la castración no fue debido a la falta de tino o escasa fuerza en el brazo ejecutor, sino a que Ernestito, presa de una ceguera transitoria del todo justificable en semejante estado de enajenación, no advirtió que el cuchillo que había agarrado del fondo del cajón era inapropiado para tales menesteres, por ser su filo dentado y romo, muy útil cuando es pan o alimentos similares el objeto del corte, pero en modo alguno carne y aún menos del grosor y la dureza que nos ocupa, pues procede aclarar que, aunque el miembro seccionado lucía en reposo, superaba en mucho la media de cualquier ser humano que habitara con vida este mundo.

Concluida la emasculación, enardecido aún por su propia arenga, Ernestito sostuvo por encima de su cabeza el órgano cortado, a la manera de un torero que brindara al tendido su trofeo, mientras con la otra mano trataba de restañar la sangre que brotaba del resto de polla que, resultado de tan cruenta faena, asomaba de su pelvis como el tocón de un árbol cuyas raíces bien podrían ser la maraña de vello púbico. 

Con similar desorientación con la que había entrado en la cocina salió de ella, corrió hacia el lavabo y arrojó a la taza del váter su polla moribunda, y a continuación tiró de la cadena, y Ernestito contempló cómo en el centro mismo del vórtice desaparecía la verga, engullida por la espiral del agua con el pellejo del prepucio aleteando como si se despidiera. 

Y Ernestito no supo sino cuando ya fue demasiado tarde que de todos los desatinos en los que incurrió ese día la propia castración no fue el peor, ya que, a fin de cuentas, cada cual es libre de hacer lo que le venga en gana con su polla, nabo, o verga, como a decir verdad ha hecho el hombre desde el principio de los tiempos. Tampoco cabe concluir que las sucesivas masturbaciones que sin solución de continuidad practicó resultaron determinantes para explicar la locura que le sobrevino, habida cuenta que lo hacía con cierta regularidad, lo que sugiere que, de haber sido esa la causa, lo habría sido en todo caso por acumulación. Así pues, la mayor estupidez que se aventuró a perpetrar fue arrojar el miembro tumefacto dentro la taza del inodoro, no solo por su carácter de acto irrevocable, sino porque las aguas residuales que circulan por el subsuelo contienen toda clase de sustancias cuya combinación es, a buen seguro, nociva y de efectos impredecibles, de tal forma que pueden provocar transformaciones en el metabolismo de cualquier organismo que por una u otra causa entre en contacto con ellas. Tal y como el cine ha dejado constancia en más de una ocasión, existen casos de reptiles inofensivos u otros animales similares, empleados habitualmente como mascotas, cuyos propietarios se han desembarazado de ellos de la misma manera que Ernestito ha obrado con su pene: arrojándolos por el desagüe como el que furtivamente oculta el polvo bajo la alfombra, y al final el efecto devastador del agua pútrida los ha transformado en voraces engendros carnívoros que han sembrado el pánico por doquier. 

  Suerte similar está a un paso de correr el pene, la polla, el nabo de Ernestito, que durante semanas, mientras lentamente tiene lugar la metamorfosis, ha flotado plácidamente en estado de inconsciencia sobre las aguas fecales que discurren por el alcantarillado de la ciudad, junto a compresas, preservativos, deposiciones varias y un ejemplar de El Código D’avinci. 

Los primeros síntomas de la transformación física no se hacen esperar, y se traducen en una paulatina modificación en su aspecto, el más significativo de los cuales lo constituye el aumento desmesurado de tamaño, ya de por sí, cabe recordar, de considerables dimensiones para la media general. Los desgarros causados en la bárbara castración, lejos de infectarse, sanan al contacto con las aguas contaminadas, y el agujero de la uretra se dilata hasta transformarse en una boca redonda y enorme de cuyos labios viscosos cuelgan restos de semen que se solidifican y se convierten en afilados colmillos similares, si no idénticos, a los de las más voraces pirañas amazónicas.

El pene, la polla, el nabo de Ernestito finalmente cobró conciencia de sí mismo como ser auto suficiente, y tras admirarse de su nueva y poderosa condición de engendro autónomo, libre de toda servidumbre a la pelvis primigenia, lo celebró realizando alguna acrobacia acuática a la manera de esos delfines campechanos y algo pagados de sí mismo que se hacen notar frente a las embarcaciones que avistan. 
Transcurrido un tiempo, alentado por un instinto extraño cuya naturaleza animal quizá le impedía identificar, se fue acercando hasta que alcanzó la superficie en un albañal del extrarradio y se dirigió a la ciudad con notable esfuerzo, pues la metamorfosis no le había dotado de patas o cualquier otro artilugio orgánico que le permitiera desplazarse por tierra con facilidad, sino que había de arrastrarse fatigosamente a fin de avanzar metro a metro. Primero a través de los descampados que rodeaban la población, y una vez a las puertas de la ciudad, reptando por la calzada y las aceras, salvando con dificultad los objetos que se cruzaban en su camino, y profiriendo resuellos estentóreos y muy intimidatorios. Pronto sembró el pánico en los primeros ciudadanos que le salieron al paso, que se daban a la fuga despavoridos mientras alertaban al resto de la población: «¡Es la polla! ¡Es la polla!», gritaban presas del pánico. La expresión se difundió con celeridad y fue adoptada asimismo por los medios de comunicación, los cuales, en un alarde de imaginación sin precedentes, bautizaron oficialmente al monstruo con el nombre de La Polla.

La gente, sin embargo, no tardó en advertir que el pene, la polla, el nabo de Ernestito  no parecía abrigar la intención de causarles daño, sino que se limitaba a reptar sin embestir a nadie ni causar desperfectos en el mobiliario urbano, más allá de los normales en semejantes circunstancias y en un engendro de esas características, como el de dejar a su paso el rastro de un fluido viscoso que se conoce segregaba para ayudarse a avanzar, y un hedor a rayos que bien podría perseguir la intención de evitar que se acercara nadie en el radio que abarcaba la fetidez. 

Se diría que el proceder de La Polla obedecía a una sola razón que la impulsaba a seguir adelante a todo trance, por lo que los científicos que durante esos días habían realizado un seguimiento continuo de la bestia y un estudio meticuloso de su comportamiento, acabaron concluyendo que el origen del monstruo, efectivamente, sería resultado de haber expuesto un pene al contacto de productos químicos que habrían provocado una mutación genética de esas características. Confirmaron, asimismo, que era presa de una extraña querencia cuya naturaleza, sin embargo, les había resultado imposible, por de pronto, desentrañar, por lo que, en beneficio de la ciencia, juzgaron indispensable no interrumpir la marcha errática de la Polla hasta que no se resolvieran el enigma. La comunidad científica logró convencer al Gobierno para que aplazara la mediación del ejército, entre cuyos miembros ya se habían alzado voces que proponían resolver el asunto en la mayor brevedad y sin sutilezas de ningún tipo.

Durante días, los noticiarios de medio mundo abrieron con las imágenes aéreas de la Polla reptando sin pausa, dando cuenta pormenorizada de las vicisitudes periódicas que padecía la bestia en su errático periplo. Un día la larga travesía por las calles de la ciudad tocó a su fin. La polla, el nabo, la verga de Enrestito se detuvo de repente y yació por horas frente a un portal. La televisión dedicó a la noticia el mismo tratamiento que a un acontecimiento de resonancia histórica. Vale decir que desde que el suceso se había dado a conocer los medios de comunicación más importantes habían desplegado en torno al monstruo un número de efectivos que fue tanto mayor cuanto más medios ponía sobre el terreno la competencia, de tal forma que en el momento en que la Polla dejó de avanzar, se podían contar en el lugar no menos de una veintena de vehículos debidamente preparados para retransmitir el suceso con similar despliegue tecnológico que el evento deportivo más destacado que quepa imaginar. Prácticamente desde el principio la Polla y sus circunstancias habían sido a diario Trending topics de Twitter. A decir verdad, fueron en gran medida las redes sociales las que habían difundido que la Polla era inofensiva, lo que propició que cada día se sumaran a la marcha del engendro una multitud de personas cuyo número fue aumentando a medida que avanzaba, las cuales no ahorraron palabras de aliento cuando el engendro dio síntomas de desfallecer. «¡Esa Polla, esa Polla, eh, eh! ¡Esa Polla, esa Polla, eh, eh!», coreaban entonces en un clamor unánime y enardecido que, efectivamente, pareció producir efecto en el ánimo alicaído de la bestia. 

Así pues, quieta la Polla en la acera, la multitud permaneció expectante, contemplando cómo resollaba exhausta y aguardando un desenlace que todo parecía indicar que estaba próximo. Al cabo surgió una persona de entre el gentío congregado. El hombre se identificó como vecino del edificio junto al que la Polla se había detenido, y no bien lo había hecho había efectuado el tipo una relación entre el pollón gigantesco varado en la acera y el ingreso en el hospital por castración de su vecino, Ernestito Miraqueteavío, algunas semanas atrás. El individuo se abrió paso entre la gente, rodeó con escrúpulo la Polla y anduvo de puntillas para evitar pisar el fluido segregado, que iba extendiéndose en torno al nabo como un helado que se derritiera bajo sol. Pulsó el timbre del portero automático sin dejar de mirar, de soslayo, al nabo informe que exhalaba con fatiga, a su espalda, un sincopado resuello de animal exhausto.

«¿Quién es?», preguntó la voz de Ernestito, distorsionada por el interfono. «Tu Polla», respondió el vecino en medio del rumor en sordina de la gente, que recibía cada novedad con un runrún interrogativo y un sordo chismorreo que se propagaba en oleadas por entre la muchedumbre.

Ernestito asintió en silencio. Desde que las noticias habían dado cuenta de la aparición de ese vigoroso pollón arrastrándose obstinadamente por las calles de una ciudad en estado de shock, había aguardado ese momento con una mezcla de impaciencia y temor. No bien habían aparecido en televisión las primeras imágenes de la Polla (una secuencia aérea tomada desde un helicóptero), Ernestito había reconocido en ese engendro a su pene. No cabía duda, se trataba de su verga y la habría reconocido aunque se mezclara con centenares de vergas similares.

 Bajó a la calle, consciente de los reproches que la multitud podía lanzar contra él por lo insensato de su acción y las repercusiones que había acabado desencadenando. Lo cierto era que en los últimos días había crecido la animadversión hacia las personas con predisposición a abandonar a su suerte a toda clase de mascotas. Algunos programas de televisión fueron más lejos y, dejando a un lado el empleo de sutiles metáforas, realizaron campañas explícitas en favor de un trato más respetuoso del hombre a su polla. La comunidad judía fue objeto de furiosos ataques por la práctica de la circuncisión, la cual fue considerada una amputación en toda regla en ese contexto de alarma social. El lobby judío no tardó en reaccionar, y en respuesta a semejante acusación, y para evitar que la confrontación dialéctica desembocara en un conflicto antisemita de consecuencias impredecibles, médicos cualificados difundieron en televisión los beneficios de esa práctica ancestral. Algunos fueron más lejos y sostuvieron la teoría de que una de las probables causas de la existencia del engendro fálico fuese precisamente la falta de exposición al aire del glande por culpa de un prepucio excesivo. Por si todo eso no fuera suficiente, un programa titulado Rebeldes sin polla recabó testimonios de individuos que, habiendo perdido su verga en accidentes de toda índole, lograron recuperarse de percances tan traumáticos y se hicieron hombres de provecho para la sociedad.

Nada de lo mencionado pareció afectar a Ernestito, pues estaba decidido a pedir perdón públicamente a su polla, lo que a buen seguro lo reconciliaría con todo el que se había sentido tentado a ponerse en su contra. Ernestito Miraqueteavío abrió la puerta del portal y se plantó en el umbral. La muchedumbre recibió su aparición con un murmullo de sorpresa, y acto seguido guardó un silencio unánime sólo roto por algún comentario esporádico que de inmediato era amonestado por la mayoría. El acontecimiento, de más está decir, estaba siendo retransmitido en directo por las televisiones de medio mundo. La imagen de la Polla inerte sobre la acera y un primer plano del rostro de la gente se alternaban en pantalla con un plano cenital de la multitud congregada detrás de las vallas de seguridad con las que las autoridades habían acordonado la zona.

Ernestito permaneció quieto frente a su polla, a prudente distancia. Efectúo una mirada en derredor y observó de cerca la masa informe, cuyo lomo palpitaba levemente acompañado de un silbido mortecino. Poco a poco venció sus reservas y se acercó lentamente. La Polla emitió un estertor, y efectuó una torpe tentativa de zigzaguear en su dirección. Ernestito Miraqueteavío extendió poco a poco el brazo con intención de acariciar el glande de su polla, cuyo prepucio había desaparecido plegado sobre sí mismo de tal modo que semejaba una bufanda. Ernestito palpó la punta de la Polla y la acarició, y el nabo se contrajo y profirió un resoplido de placer, y desde la multitud se pudo escuchar un prolongado ¡Ooooooh! que aplaudía la reconciliación.

Ernestito se acercó un poco más y abrazó el cuerpo de la Polla todo lo que sus brazos extendidos en cruz alcanzaron a abarcar. El realizador, entonces, mostró en pantalla una sucesión aleatoria de rostros a cuyos ojos asomaban lágrimas de emoción contenida. Ernestito separó ligeramente el rostro y buscó en el cuerpo de la Polla algo que pudiera parecer un órgano auditivo. Como no acertó a identificarlo, volvió a pegar su mejilla al lomo de la bestia y, luego de aguardar unos segundos durante los cuales no dejó de acariciar la panza palpitante, musitó unas palabras que ninguno de los presentes alcanzó a escuchar. La Polla respondió con una sacudida, una suerte de culebreo y el fluido que impregnaba su cuerpo salió asperjado en todas direcciones. Al fin, yació inmóvil largo rato. Detrás de las vallas de seguridad creció un rumor de voces. La gente se preguntaba qué le había dicho Ernestito a la Polla. Los más alejados del escenario donde transcurrían los hechos inquirían perentoriamente a los que gozaban de una posición de privilegio. Era en vano: ni el personal de Protección Civil, ni los pocos periodistas acreditados para observar de cerca la escena, ni los agentes de policía a cargo ni del ejército parecía haber escuchado nada.

    De repente, como realizando un último acopio de energía, la Polla se irguió sobre sí misma con notable esfuerzo. En esa posición, como impelida por la madre de todas las erecciones, permaneció completamente vertical durante unos instantes, los suficientes para que se produjera una de esas coincidencia felices mediante las que el azar pone en tela de juicio la estricta veracidad de los hechos: el alumbrado urbano se encendió automáticamente y la luz de las farolas, entre las que la Polla se alzaba inhiesta y oscilante, incidió directamente en su cuerpo, y la textura húmeda de la piel produjo el efecto de centenares de luces diminutas que restallaron silentes como el crepitar mudo de una traca, y un resplandor fosforescente rodeo como un aura el contorno de la figura imponente, recortada contra la fachada del edificio. La multitud contemplaba boquiabierta cuanto ocurría frente a ellos, una sucesión excitante de luces y pirotecnia a la que un segundo más tarde se sumaron los flashes de los fotógrafos, que no habían escapado al ensimismamiento general de aquel espectáculo insólito. 

  Súbitamente, la Polla abrió su boca cuanto dio de sí y se dejó caer a plomo sobre Ernestito y lo engulló de una sola dentellada. Las pupilas de quienes estaban presentes se dilataron de espanto. Se desató el pánico y se produjo una estampida en medio de la cual una muchedumbre fuera de sí se propinaba empellones unos a otros en medio de un griterío desquiciado. La Polla, entretanto, se había desmoronado pesadamente sobre la acera no bien había acabado de deglutir a Ernestito, y allí yació, como un cachalote moribundo varado en mitad de una playa. Desde el fondo abisal de la panza saciada llegaba, de tanto en tanto, una especie de regurgitar grave semejante al eco que resuena en una caverna, y su vientre se deformaba a causa de los golpes desesperados que desde el interior propinaba el pobre infeliz.      

En torno a la Polla permaneció un grupo reducido de personas que no se habían dado a la fuga al desencadenarse la tragedia. De forma escalonada se sumaron muchos otros que habían perdido el miedo no bien se propagó la noticia de que el engendro fálico había muerto. Pronto se concentró alrededor de la Polla una multitud considerable que guardó un silencio solemne de consternación unánime. Al cabo, apremiados por los realizadores que aguardaban dentro de las furgonetas que habían enviado las distintas cadenas, fueron los reporteros los primeros en sobreponerse al estupor general y buscar la valoración del público que había asistido a la sucesión de acontecimientos. Recabaron opiniones de toda índole, la mayoría de ellas expresadas en términos maniqueístas, de inocente o culpable. Prevaleció claramente la reflexión, en muchos casos airada, de que había que exculpar a la Polla de cuanto había sucedido y censurar de principio a fin el comportamiento de Ernestito, al que, por momentos, se le sometió a un juicio sumarísimo. El mismísimo vecino que había avisado a Ernestito, uno de los más solicitados por la prensa, se expresó en esos término, pues se había mostrado muy indignado porque Ernestito se había desembarazado de mala manera “de una polla tan grande como una olla”, dijo, mientras él tenía amigos “o conocidos”, había precisado, con graves problemas de micropene  que hubieran vendido su alma al diablo por la mitad de centímetros que tenía “el tontolculo ese.” Cabía destacar la postura reivindicativa de las mujeres, las cuales insistían que con Ernestito Miraqueteavío siendo apenas un bulto inmóvil en la panza saciada de su polla se había puesto de relieve una verdad largamente sostenida por las mujeres de todos los tiempos, según la cual el hombre, a fin de cuentas, es, lisa y llanamente, sólo polla.