lunes, abril 29, 2013

Conversaciones con Martina (64)

Martina y su madre cenan juntas. Martina le pregunta:
—¿Cómo te ha ido el trabajo?
—Bien.
— ¿Te ha reñido tu jefe?
—No, hoy no.
—Pero el otro día te riñó. ¿Que hiciste mal?
—Me equivoqué en una cosa. 
—¿Es que tú no tienes goma de borrar...?
Pilar se la queda mirando sin acertar a responder.
—¿...o tecla para borrar?


Conversaciones con Martina (63)


Mientras seco a Martina después de la ducha diaria, agarra mis orejas como si fuera el manillar de una bicicleta y me pregunta: 
—Papa, ¿cómo prefieres que te llame, orejotas o Dumbo?
—Ninguno de los dos, guapa.
—Sí, tienes que elegir uno. 
—No quiero.
—Elige Dumbo, va.
—¿Por qué?
—Porque al menos podrás volar.

domingo, abril 28, 2013

Cuando despertó, las calles estaban ahí.

Después de catorce años de relación, hoy ha sido el primer domingo que no he tenido que utilizar el desfibrilador para despertar a Pilar. Lo ha hecho por sí sola. Ha sido sorprendente cómo, de repente, ha aparecido en el pasillo de casa a hora tan temprana. Martina y yo la hemos contemplado estupefactos, como si fuera una aparición fantasmal. Hemos salido a la calle antes de las 9.30 para ir a desayunar a Milola, y de camino ha sido fantástico observar cómo Pilar miraba todo en derredor con la boca abierta, como si descubriera por primera vez todos los objetos que nos salían al paso, exclamando: «entonces es verdad lo que contaban: los domingos están puestas las calles antes de las 12h». «Ya te lo dije», he respondido yo. Y entonces le he ido presentado, uno a uno, a los operarios que ponen las calles: A Faustino, el encargado de colocar las farolas, a Salvador, el que extiende los pasos de cebra, a Heriberto, el que coloca los árboles y ordena en las ramas los pájaros que cantan cada mañana, a Rogelio, que conecta los semáforos y los pone en funcionamiento. Y Pilar les estrechaba la mano a todos, uno a uno, e incluso los abrazaba efusivamente, convencida de que posiblemente ese momento no se vuelva a repetir.

sábado, abril 27, 2013

Conversaciones con Martina (62)


Martina y yo sentados a la mesa. Yo ya he acabado de comer y ella se dedica a perder el tiempo, que es lo que hace cuando no le gusta la comida que tiene en el plato.
—Papa, ¿ves esta miga de pan tan pequeña? —dice, señalando con la punta del dedo un resto diminuto de costra de pan.
—Sí.
—Pues hay insectos así de pequeños.
—Y más.
—Pues yo soy capaz de verlos. ¿A que tengo buena vista?


Conversaciones con Martina (61)


Martina me llama desde su habitación. Acudo, y señala a Leopardina, su leopardo de peluche, que yace sobre la cama
—Creo que los juguetes de mi habitación cobran vida —dice, utilizando ese verbo—, porque yo había dejado a Leopardina con la cabeza sobre la almohada, y me la he encontrado a los pies de la cama.

viernes, abril 26, 2013

Conversaciones con Martina (60)


Aunque sólo por unos minutos, esta mañana me he solidarizado con todos los españoles que a diario buscan en los contenedores de basura. De camino al colegio de Martina, iba cargado en una mano con la mochila de mi hija y en la otra con una bolsa de basura, y he arrojado dentro del contenedor la mochila en lugar de la basura. He tenido que regresar a casa a la carrera en busca de un palo para poder alcanzarla y sacarla del fondo del contenedor. Martina ha observado toda la escena en silencio, creo que con cierto aire de resignación, como si por fin se hubiera acostumbrado a los disparates que de tanto en tanto perpetra su padre, y al final sólo me ha preguntado:

—Papa, ¿puedo explicarle esto a mi profesora?

jueves, abril 25, 2013

Divorcio

Se echa hacia atrás en la silla para salvar el obstáculo que se interpone entre su visión y la mía, una columna en mitad de la sala que impide que nos veamos, y alza la mano para llamar mi atención. Acudo. Cuando ha entrado, minutos antes, ya me había avisado de que probablemente necesitaría mi ayuda. Quiere escanear un currículum y no sabe cómo funciona el escáner. No le aviso de que el currículum es mejor tenerlo en formato word, porque los portales para buscar trabajo por Internet no suelen aceptar currículums si no son en PDF o en formato de texto. He desistido de hacerlo porque no acostumbran a hacerme caso. A veces basta la expresión que lucen para adivinar que no entienden una sola palabra de lo que les estoy hablando, que no saben qué es un word, y no obstante asienten como si lo supieran, imagino que para no llevar la conversación hacia un escenario en que quedarían reveladas sus carencias informáticas.

 Deposito el currículum bajo la tapa del escáner y le voy dando instrucciones de lo que hay que hacer mientras yo realizo los pasos. Trato de no hablar rápido, y procuro expresarme como si le estuviera dando instrucciones a un niño. Sé que no les ofende que me exprese de esa forma. Todo lo contrario: lo agradecen (me lo han hecho saber en más de una ocasión), están hartos de cruzarse con técnicos y supuestos expertos que emplean una jerga para especialistas que más que facilitar el acceso a la informática, erigen un muro de hermetismo que provoca el efecto contrario, más respeto, miedo y rechazo al ordenador.

Mientras esperamos a que el escáner se caliente empieza a hablar. Se disculpa por la molestia. Le digo que no tiene que hacerlo, que es mi trabajo. Continúa hablando y menciona el Centro de acogida, donde al parecer duerme o es atendido o acude a comer. No le pregunto cuál es la naturaleza de su relación con él. Dice algo de los ordenadores que tienen allí, pero no acabo de entender a qué se refire, y tampoco le pregunto. Reparo en esa circunstancia, la de no animarme a preguntarle,  un pormenor sobre el que reflexiono con frecuencia: ¿cabe realmente la posibilidad de denominarme escritor si no me interrogo constantemente por todo lo que sucede a mi alrededor, y no adquiero la predisposición permanente de transformar en materia literaria cualquier episodio que me es dado conocer?

Me sorprende, sin embargo, lo del Centro de acogida, pues no luce el aspecto de desaliño que suelen exhibir las personas que estan alojadas en él, muchos de los cuales me visitan a diario. Su aspecto es atildado, correcto. Menciona por primera vez el accidente. Me dice que antes de que lo tuviera sabía un montón de informática, era capaz, concreta, de combinar el Autocad con Photoshop para integrar proyectos complejos. Asiento. Vuelve a menciona el accidente, y ya queda claro que lo hace para que le pregunte por él. Lo hago. Me percato entonces de que sobre la mesa, a lado del teclado, descansa una carpeta de cartón ajada, de color marrón, en cuya tapa observo unas letras manuscritas con rotulador negro que no alcanzo a leer con claridad. Reparo en que casi siempre que acude al centro viene con ella, y reparo, asimismo, en una suerte de evocación retrospectiva inducida por la revelación del accidente, que cuando entra y pasa delante de mi mesa para dirigirse a los ordenadores, siempre arrastra el pie izquierdo. Aunque, en rigor, lo que hace no es exactamente arrastrarlo, ni tampoco se puede decir que cojee; en realidad se trata más bien de un gesto no demasiado ostensible que delata una deficiencia, una anomalía, como si tuviera una piedra alojada en el zapato.

El accidente, pienso.

Me intereso por él. No hacerlo después de la disposición que exhibe a explicarlo sería imperdonable. Me explica que embistieron por detrás su furgoneta cuando estaba parado, y el impacto fue tan fuerte y las lesiones tan severas, que estuvo un mes y pico en coma. Le pregunto cuánto hace de eso. Diez años, responde. Durante el tiempo en que estuve en coma, prosigue, alguien habló más de la cuenta. No sé a qué se refiere, y no le pregunto, en parte porque no me atrevo a indagar sobre pormenores tan privados, en parte porque estoy seguro de que me lo va a contar de todas formas. Así es, se conoce que la expresión de mi cara le ha invitado a explicarse. Alguien, dice, proporcionó información falsa a los médicos, alguien, insiste, les explicó que yo era drogadicto y alcohólico. Parece ser que con esa información los médicos decidieron suministrarle unos medicamentos cuyas secuelas lo han transformado en un completo inútil. Ha perdido memoria, y capacidad de concentración y cualquiera de las habilidades que poseía antes se han visto afectadas, parece que de forma permanente. 

Lanzo un resoplido. Guardo silencio. Cuando alguien me explica intimidades de esa índole me sobreviene un pudor inusitado y temo preguntar más de la cuenta y parecer morboso o demasiado curioso o con una curiosidad malsana. Soy consciente, no obstante, de que la curiosidad es la base de un escritor, y de que mi actitud constituye un obstáculo que debería vencer cuanto antes si de verdad pretendo serlo de todas todas. Me siento, entonces, en la obligación de sonsacarle algunos pormenores que aporten más detalles a la historia o contribuyan a identificar la persona que pudo incurrir en semejante mezquindad, la de mentir y casi embaucar a los médicos, y estoy a punto de hacerlo cuando la mirada pasea por encima de la mesa y se detiene en la carpeta y prestó más atención y casi me inclino sobre la tapa hasta que, por fin, soy capaz de leer la palabra escrita en la carpeta: «divorcio».

viernes, abril 19, 2013

Martina y el cine subtitulado


—¡Martina, baja de ahí arriba ahora mismo!
—¡No!
—Me cago en to lo que se menea. Martina, baja ahora mismo de ese árbol .
—Que no.
—Te digo que bajes. ¿No ves que te vas a romper la crisma? ¡Baja!
—He dicho que no.
—Como suba yo vas a bajar de cabeza, mira lo que te digo.
—No pienso bajar hasta que no aceptes mis condiciones.
—Pero ¿qué dices? ¿Qué condiciones? ¿Condiciones de qué?
—Exijo que revises tu política de exhibición cinematográfica en casa.
—¿Que exiges qué?
—Estoy harta de ver en inglés todas las películas de dibujos animados.
—Pero si te las pongo con subtítulos.
—Tengo cinco años, papa, todavía no sé leer.
—Pero aprenderás.
—Pero hasta que aprenda me estoy perdiendo todo lo que dicen en los dibujos. Tengo mis derechos y quiero ejercerlos. Quiero saber qué dice Bambi, qué dice Nemo, qué dice Campanilla.
—Ya lo sabrás más adelante.
—Quiero saberlo ahora. Este período de mi vida es el más fértil para la construcción de mi memoria personal. ¿Y qué clase de memoria personal estoy creando con recuerdos hablados en una lengua que no entiendo? Es frustrante, papa. Recapacita.
—Pero si lo hago por ti, para que no tengas las carencias que tengo yo en inglés.
—Yo no tengo por qué pagar tus carencias ni tus frustraciones. Ya tengo suficiente con las mías.
—¿Frustraciones tú? ¿Qué frustraciones puedes tener tú con cinco años?
—Pues para empezar he heredado tus orejas de soplillo, lo que me condenará de por vida a llevar el pelo largo. Un horror. Y luego está la mama, que se he empeñado en poner calabacín a todo lo que cocina. A todo. Hasta en el colacao. Y me da asco. Y la bocina de mi bicicleta se ha estropeado, y no me compráis una nueva y tengo que pitar con la boca. Y eso es una ordinariez. Una princesa no puede ir haciendo esos ruidos con la boca. Y el tiet Ruben se viste de tunero delante de mis amigas. Lo paso fatal. Por favor, tiene casi cuarenta años, ¿cuando va a tirar el traje de tunero? Y la Yaya siempre dice «tovalla» en lugar de toalla, y estoy harta de corregirle. ¿Quieres que siga? ¿eh? ¿quieres que siga?
—Martina, deja de decir tonterías. Y ya estás bajando del árbol.
—Reclamo mi derecho legítimo a poner de manifiesto mis discrepancias familiares.
—O bajas, o subo a buscarte. ¡Y haz el favor de no hablar como la Cospedal! ¡Los niños no hablan así!
—¡Pues no me hubieras enseñado a hablar así!
—¿Subo a buscarte? ¿eh? ¿quieres que suba a buscarte?
—Sube si quieres, pero aunque me obligues a bajar, no dejaré de protestar. Tomaré medidas más drásticas. Me radicalizaré. Como Ada Colau.
—¿No me digas? ¿Y qué vas a hacer?
—Querré hacer la comunión. Y querré ir a catequesis. Y creeré en dios. Y me haré del PP.
—¿Qué? ¿Te has vuelto loca? ¿Tú crees que yo voy a permitir eso? ¡Antes muerto! ¡Te desheredo! Dios sólo entra en mi casa para que yo me cague en él.
—Papa, no digas exabruptos.
—¡Martina! ¡Se dice «palabrotas», no exabruptos! Las niñas de cinco años no hablan como Borges.
—Pues si no querías que hablara como Borges, no me lo hubieras leído desde que era un bebé.
—¡Desagradecida!
—¡Orejón!
—¡Uy, ahora si que te la has ganado!

Conversaciones con Martina (59)


Conversación entre mi hermana Yoli y Martina
—¿Sabes, tieta?, mi padre se durmió ayer en mi cama mientras me contaba un cuento.
—¿Si? ¿Y lo despertaste? 
—No, me lo ha explicado mi mama porque yo me quedé dormida, y esta mañana a mi papa no lo he visto porque se ha ido a la uni. 
—¿Adónde?
—A la universidad.
—Ah
—¿Y sabes qué tieta? 
—¿Qué cariño?
—Yo no quiero que vaya a la uni porque no lo veo a la hora de la comida, y me gusta mucho comer con él.

Cuando los Ellos me dijeron que me concederían un último deseo, les dije que quería viajar al Futuro. Me advirtieron que lo pensara bien, pues ese deseo era una oportunidad desperdiciada, ya que en el Futuro —y los Ellos lo sabían mejor que nade— no había nada, sólo tierra yerma y parajes inhóspitos y las ruinas de edificios que se erigían como bocas desdentadas en medio de la nada. Les dije que no me importaba, que necesitaba constatar por mí mismo, en calidad de Ser Humano Vivo, una cuestión fundamental sobre la que la Humanidad entera se había interrogado siempre. Asistieron en silencio y me introdujeron en la Maquina, y apenas unos segundos después sus puertas se abrieron y me hallé en el Futuro. Estaban en lo cierto: la tierra ardía y fuertes rachas de viento incandescente golpeaban mi rostro. Anduve durante horas, avanzando a duras penas, casi sin fuerzas, hasta que al fin, en medio de un montículo, encontré lo que había venido a buscar. Fui presa de la euforia, pues constaté por mí mismo que todas las profecías habían acertado: allí, delante de mí, sonriente a pesar del horror que nos rodeaba, aguardaba el Unico Ser Humano Capaz de Sobrevivir al Holocausto Nuclear: Jordi Hurtado.

Conversaciones con Martina (58)


Pilar ha sacado del desván una máquina de escribir Olivetti y, en un rapto de nostalgia, se ha puesto a escribir con Martina al lado. Después de escribir un rato algunas palabras, se conoce que Martina ha pensado que la Olivetti podía hacer emoticonos, pues le ha dicho:
—Mama, ahora haz un corazoncito.

domingo, abril 14, 2013

SIOP



Cuando acepté participar en este taller me prometí que el testimonio de mi experiencia personal no se convertiría en una especie de Sálvame en el que quedaron expuestas las miserias de mi familia y las mías propias, no fuera que los asistentes se llevaran de este encuentro el recuerdo traumático de haber conocido a una especie de Paquirrín del Maresme. Soy el primer interesado en que tal cosa no suceda, pero dado que este es un encuentro que tiene el objetivo principal de transmitir ejemplos de que unas circunstancias más o menos difíciles no deben ser un obstáculo para conquistar los objetivos que uno se ponga en la vida, no me quedará más remedio que explicar algún episodio personal, aunque sea muy superficialmente, de manera que ya pido perdón por anticipado.

Soy el séptimo de nueve hermanos de una familia procedente de Extremadura. De la Extremadura profunda, pero no de una profundidad media, sino de la más profunda y oscura que quepa imaginar. De hecho, el pueblo de mis padres es la prueba definitiva de que en realidad la Tierra es plana, porque más allá termina la civilización, sólo hay un abismo por el que se precipitan los coches y el ganado que no frena a tiempo.

Mi familia sería lo que hoy en día se conoce como una familia desestructurada. Tan desesctructurada que estoy convencido de que cuando la Real Academia de la Lengua aceptó el término desestructurada, lo hizo después de pasar un fin de semana en nuestra casa. Ustedes mismos lo pueden comprobar. Un día de estos, cuando estén aburridos, consulten el diccionario de la RAE y busquen la página donde está la palabra desestructurada, verán que en lugar de la palabra están las fotografías de todos los miembros de mi familia.

El principal responsable de esa desestructuración era mi padre, un hombre de lo más peculiar, con muchos defectos que no enumeraré ahora por falta de tiempo. Mi padre sufría una rara enfermedad, los efectos de los cuales consistían en experimentar una fortísima alergia al trabajo, de manera que buscaba los métodos más disparatados para ganar dinero sin cansarse demasiado, aunque eso conllevara tener problemas con la ley. Sus discrepancias con la ley obligaban a la familia a cambiar de domicilio continuamente por toda Catalunya, y a veces por España, como si fuéramos un circo. Todos estos cambios de domicilio afectaron mis estudios y a los de mis hermanos. Tuve que abandonar el colegio en séptimo de EGB. No obtuve ni el certificado de estudios ni mucho menos el Graduado Escolar. De los 16 a los 20 años, estuve trabajando en una frutería, sin contrato y casi sin sueldo. Durante todo este tiempo, sin embargo, no dejé de practicar las dos cosas que más me han gustado siempre: el dibujo y la literatura. Dibujaba sin parar y leía libros sin parar. Con veinte años encontré un trabajo fijo con una nómina fija, y con el dinero que me quedaba después de entregar el sueldo en casa, me matriculé en la Escuela Joso de ilustración y cómic, en Barcelona. Al terminar, decidí hacer algo que había aplazado durante demasiado tiempo: obtener el Graduado Escolar. Me saqué en la Escuela de adultos Can Noé, en Rocafonda. Durante este tiempo también me dediqué a escribir, escribía pequeñas historias y un día, casi en broma, envié un par de relatos en un concurso internacional de literatura, y los dos relatos quedaron finalistas. Lo verdaderamente importante de este hecho fue que me publicaron los relatos, y eso posibilitó que pudiera matricularme en un curso de Postgrado sobre crítica literaria en la Universidad Pompeu Fabra, al que sólo se podía acceder si eras universitario o tenías obra publicada. Este curso de postgrado fue muy importante, porque al asistir a la universidad durante un par de meses y convivir con universitarios, y respirar el ambiente universitario, creció en mí el deseo de estudiar una carrera. La única forma de hacerlo era mediante la prueba de acceso para mayores de 25 años, pero en Mataró era muy difícil encontrar un centro compatible con mi horario de trabajo. La comunidad china acudió a mi rescate, como contribuyeron al final de la industria textil en Mataró, contribuyeron, de paso, a que cerrara la empresa donde yo había trabajado durante 14 años. Aproveché los dos años de paro para estudiar y para reciclarme, un año lo dediqué a sacarme el nivel C de catalán y a alcanzar todos los conocimientos informáticos que finalmente me permitieron acceder al trabajo de dinamizador,  y el otro año lo dediqué a realizar la prueba de acceso a la universidad para mayores de 25 años. Hace cinco años que estoy en la universidad. Actualmente combino mi trabajo de dinamizador en Telecentro de Mataró con la carrera de Estudios Literarios en la Universidad de Barcelona, ​​y con algún proyecto esporádico como ilustrador, y la escritura de artículos y reseñas literarias para dos webs de literatura, ambas coordinadas por la escritora Care Santos.

No sé si todo lo que he hecho a lo largo de mi vida servirá de algo. Espero que sí. En cualquier caso lo que estoy seguro es de que nadie me podrá reprochar que, como mínimo, he hecho todo lo que estaba a mi alcance para intentar cambiar las cosas. En todo caso, creo que estarán de acuerdo conmigo en que me he ganado el derecho a que mi fotografía desaparezca del diccionario del lado de la palabra desestructurado.

Por último, quisiera terminar con unas palabras que hace muchos años le leí a un escritor, y que nunca he podido quitarme de la cabeza. Dicen así: lo importante, lo verdaderamente importante no es lo que la vida ha hecho contigo, sino lo que tú haces con lo que la vida ha hecho contigo.

Despojos


Suena el teléfono y el oficial de guardia responde:
—Policía municipal, ¿dígame?
—Buenos días, les llamo para avisarles de que en la puerta de mi casa hay tirado un cadáver.
—¿Cómo dice?
—Pues eso, que he salido de casa para ir a trabajar y a diez menos de la puerta me he encontrado un hombre muerto.
—¿En la calle?
—Sí señor, en medio de la acera.
—¿Y está seguro de que está muerto?
—Completamente.
—Se lo digo porque no sería la primera vez que se da por muerto a alguien que no lo está.
—No señor, está muerto y bien muerto.
—¿Cómo lo sabe?
—¿Disculpe?
—¿Es usted médico?
—No, señor, soy taxista
—¿Práctica alguna disciplina médica que le faculte para concluir a ciencia cierta que ese hombre ha fallecido?
—No señor,
—¿Entonces podría darse el caso de que ese hombre parezca muerto y no lo esté?
—Es poco probable.
—¿Detecta algún indicio que confirme esa conclusión?
—¿Perdón?
—Que si ve alguna señal clara que indique que ese hombre está muerto.
—Tiene un puñal hundido en la sien, si es a eso a lo que se refiere.
—A eso mismo. Veamos, ¿cuando dice que tiene un puñal hundido en la sien se refiere a la punta del cuchillo? ¿A la mitad de la hoja? ¿A qué se refiere exactamente?
—¿Importa eso?
—Por supuesto. Un puñal clavado en la sien es más aparatoso que otra cosa, no sería el primer caso de alguien sobrevive a una lesión de esas características.
—Pues este no creo que sea uno de ellos, porque lo tiene hundido hasta la empuñadura. Y el cuchillo es bastante grande porque le asoma por el otro lado.
—Parece grave.
—Se lo vengo diciendo. Un fiambre en toda regla.
—Eso parece.
—Se lo llevarán de aquí cuanto antes, ¿no?
—Si no es urgente, no.
—¿Cómo que no es urgente?
—Quiero decir que por mucho que corramos no va a resucitar.
—Visto así…
—Lo importante ahora es que usted no entre en pánico. En estás situaciones es importante mantener la calma.
—Estoy calmado. Les llamo porque me ha parecido mal pasar al lado del cuerpo y hacer como que no está.
—Entiendo.
—Vaya, es que me pongo en su lugar…
—¿En el mío?
—No, en el del muerto.
—Entiendo.
—Me pongo en su lugar, digo, y a mí no me gustaría que la gente me ignorara de esa manera.
—Es de muy mal gusto.
—Bueno, también quería hacerle saber que aquí mismo, a unos metros, hay un colegio, y de aquí a nada empezarán a llegar los padres con los niños, y no es plan que se den de bruces con un muerto. Así que digo yo que cuanto antes se lo lleven mejor, ¿no?
—Ya me gustaría, ya, pero las cosas no son tan sencillas.
—¿Por qué?
—Es largo de explicar.
—Supongo que lo dice porque tendrá que venir el juez para el levantamiento del cadáver y todo eso.
—Eso es lo de menos. Lo peor es que con el tema de la crisis estamos muy justos de efectivos móviles. La crisis económica ha reducido considerablemente los ingresos municipales, y el ayuntamiento se ha visto en la obligación de utilizar los vehículos de la policía y las ambulancias para hacer mudanzas, y cosas por el estilo, y ahora mismo los tenemos casi todos ocupados. Si no es un caso de urgencia, no podemos enviar ningún efectivo.
—¿Y un hombre con un cuchillo atravesado en la cabeza no es un caso urgente?
—Ya se lo he dicho: para qué correr si ya no lo podemos salvar.
—Pero entonces, ¿qué sugiere usted?
—No me gustaría abusar de su confianza, pero ¿no podría acercárnoslo usted a la comisaría?
—¿Yo? Pero hombre, cómo voy a cargar yo con un muerto
—Es taxista, ¿no? Pues métalo en su taxi y traiga el cuerpo hasta aquí. Qué le cuesta.
—Pero hombre, cómo me pide usted una cosa así. Además, ¿qué hay de la escena del crimen? No ve usted que si toco el cadáver puedo borrar huellas que ayuden a resolver el asesinato. O peor, que yo me vea involucrado sin comerlo ni beberlo.
—Uy, asesinato; eso son palabras mayores. ¿Qué le hace pensar que se trata de un asesinato?
—¿Aparte del cuchillo que le atraviesa la cabeza de punta a punta?
—Aparte.
—¿Eso no es prueba suficiente?
—Las cosas no son siempre como parecen. Se sorprendería. En treinta años en el cuerpo las he visto de todos los colores. ¿Hay alguna posibilidad de que ese hombre se haya suicidado?
—¿Suicidado?
—¿No se puede haber hundido él mismo el puñal?
—No sé como va a ser eso posible.
—Contemplemos otra opción: ¿cabe la posibilidad de que ese hombre se haya arrojado de un edificio, con tan mala suerte que haya caído encima de un cuchillo que algún desmemoriado hubiera dejado en la calle con la punta mirando hacia arriba?
—A ver, de ser posible, todo es posible, pero yo lo dudo, qué quiere que le diga.
—Pero ¿por qué lo cuestiona usted todo, hombre de poca fe?
—Por la cartera.
—¿Qué cartera?
—A un metro del cuerpo, casi al lado, vaya, hay tirada una cartera, y parece que está vacía. Me apuesto un huevo y parte del otro a que el asesino cogió todo lo que había de valor y luego se dio a la fuga.
—No creo que usted esté cualificado profesionalmente para aventurar esa hipótesis.
—Hombre, blanco y en botella…
—Veamos: ¿Hay algún contenedor de basura cerca?
—Sí, a un par de metros hay uno.
—Perfecto. Vamos a hacer una cosa: abra la puerta del contenedor, coja el cadáver por las axilas y sitúelo con la cabeza dentro del contenedor, como si estuviera rebuscando en la basura, así, cuando pasen los niños y vean a un hombre escarbando en la basura, les parecerá una escena cotidiana. ¿Qué le parece la solución?
—Como usted vea. ¿Y cuanto tiempo lo van a dejar ahí?
—Tomo nota de la dirección y a la que acabemos las cuatro mudanzas que tenemos programadas hoy, mando un coche. ¿Vale?
—Usted verá.

sábado, abril 13, 2013

Conversaciones con Martina (57)


Estamos comiendo. Martina está en sus cosas, sin probar bocado mientras imita voces y juega sola. Su madre se cansa y estalla:

—¡Martina! ¿Quieres comer de una vez? ¡Ya está bien, te he dado mucho cuartelillo! ¡Te he dejado ver dibujos animados, te he dejado el Ipad, te he dejado el Iphone, te he comprado pegatinas y te he dejado comer un Chupa Chups! Así que ahora ¡come!

Martina baja la mirada, como siempre que la riñen. Me mira a mí de soslayo y luego mira a su madre y le pregunta:

—¿Qué es cuartelillo?

The cansino walkind dead


Quita ya, hombre.
—Ven aquí, no te resistas. 
—¿Qué quieres, cansino?
—¿Qué voy a querer? Lo que quieren los zombis: morderte
—Muerde a otro. 
—Te quiero a ti.
—Muerde a otro, en serio
—¿No te va bien?
—Tengo faena.
—Excusas.
—En serio. Estoy liado, el Apocalipsis ha dejado sin luz y se me va a joder lo que tengo en el congelador si no hago algo.
—No es mi problema. Mira como me ha dejado a mi el Apocalipsis. Y no me quejo.
—Tira p'allá, cansino, que te hiede el aliento.
—Qué quieres, mamón, si me paso el día masticando vísceras.
—Pues come acelgas.
—Trae ese cuello.
—Qué agobio, ¿me quieres dejar ya?
—Pues si no quieres que te muerda me tendrás que entregar otra persona en tu lugar.
—Qué mamón. No me pongas en esa tesitura.
—Tú mismo, trae p'acá el cuello.
—Vale, vale. Coge a mi suegra.
—Los cojones. Las suegras no valen. Cualquier otra persona antes que una suegra.
—Pero ¿Por qué? Si está rolliza y te vas a poner hasta el culo. Ahíto te vas a quedar.
—Qué no, coño, suegras no. Si la muerdo se va a volver zombi, y no hay nada peor que una suegra zombi. 
—¿Os dan miedo las suegras?
—Pavor.
—¿En serio?
—Ya te digo.
—¡Suegraaaaaa! ¡Venga usted p'acá!
—¡Qué hijo de puta! ¡Me voy!

Nada


Me gusta el periodismo de investigación. Me gusta leerlo y siempre he querido practicarlo. Hoy, por fin, he visto cumplido mi deseo. Me he pasado la vida viendo por las calles de Mataró personas que sacan a pasear sus pájaros dentro de jaulas cubiertas de una funda. Nunca he sabido el porqué. Hoy he abordado a un joven que sostenía una y se lo he preguntado directamente.
—Perdona, ¿por qué paseáis las jaulas?
—Paseamos al pájaro, no a la jaula.
—Vale, pero ¿si la jaula va cubierta de un trapo cómo puede saber el pájaro que no le estás engañando? ¿Cómo sabe él que no estás dando vueltas en círculos en el comedor de tu casa en lugar de paseando por la calle?
—Porque lo saben, porque son animales muy inteligentes, y saben distinguir perfectamente la calle de una casa.
—Pero si el trapo no les deja ver nada.
—Lo saben. Además, el trapo les protege, los pájaros son muy vulnerables al exterior.
—¿Algo así como el miedo escénico?
—¿Lo qué?
—Nada. 
—Además, son animales muy miméticos. Tienden a imitar o impregnarse del entorno.
—¿Como los loros cuando imitan el habla?
—Exacto. Y según el color de la funda, así se comportarán.
—No jodas.
—Ya te digo. Mira, como mi funda es verde, pues mi pájaro adopta todo lo que tiene relación con lo verde: esperanza, optimismo. Por eso está siempre cantando.
—I don't belive!
—¿Lo qué?
—Nada. Entonces, ¿si, por ejemplo, le haces una funda con los colores de la estelada se volvería un pájaro independentista?
—Fijo. 
—Is amazing!
—¿Lo qué?
—Nada ¿Lo probamos?
—¿El qué?
—Ponerle la estelada de funda, ¿lo probamos?
—No, que se me muere.
—¿Por qué se va a morir?
—Porque si se me hace independentista creará un vínculo demasiado fuerte con Catalunya, y cuando llegue el momento de emigrar a tierras más cálidas, no querrá marcharse, y se me morirá. 
—Pero ¿cómo va a migrar si está encerrado en una jaula?
—Emigra con la jaula puesta.
—¿Con la jaula?
—Claro.
—¿Se va hasta Australia con la jaula a cuestas?
—Y luego vuelve.
—Is wonderful!
—¿Lo qué?
—Nada. ¿Y viajar con jaula no le supone un problema?
—A veces, pero se llegan a acostumbrar.
—¿Qué tipo de problemas?
—El famoso fenómeno de los platillos volantes, por ejemplo. Un 90% de esos avistamientos son en realidad pájaros que vuelan dentro de sus jaulas.
—¿Me tomas el pelo?
—Que no.
—Me tomas el pelo fijo.
—Que no hombre, que no. Y luego está el problema con los cazadores.
—¿Qué pasa con ellos?
—Qué va a pasar, que a la que ven una jaula volando se lían a tiros con ella, porque saben que dentro va un pájaro.
—¿Y entonces? ¿Qué pasa entonces?
—Pasan dos cosas: que la población de pájaros en jaula se ve mermada considerablemente por la caza indiscriminada, o que uno de esos cazadores insensatos yerre el tiro y lastime a un ser humano. Lo que paso en Dallas, vamos.
—¿En Dallas? ¿Qué paso en Dallas?
—Lo de Kennedy.
—¿Lo de Kennedy?
—Sí, lo de Kennedy. A Kennedy no le disparó Oswald ni fue víctima de una conspiración. Fue un cazador tejano que vivía a las afueras de Dallas, a unos diez kilómetros, que se empeñó en abatir un pájaro que iba en jaula. El tipo la vio pasar por encima de su casa, escupió tabaco de mascar y cogió la escopeta, y se puso a disparar a diestro y siniestro, a ir detrás de la jaula, y a disparar sin pausa, y el pobre pájaro, dentro de la jaula, esquivando las balas como podía, y el tipo ese cada vez más obcecado, dale que te pego con los tiros, el cansino, qué cansino, por dios. Pues tanto se empeñó en abatirla, que sin darse cuenta se plantó en Dallas yendo detrás de la jaula. Se conoce que la jaula descendió un poco justo cuando el coche de Kennedy pasaba por debajo, y el animal ese del cazador disparó, y le reventó los sesos a Kennedy por error. Eso es lo que pasó de verdad, pero no ha trascendido porque nadie se lo creería. Por eso inventaron la soplapollez esa de la conspiración.
—¡Oh my god!
—¿Lo qué?
—Nada. ¡Pero eso es increíble!
—Uy, pues si eso no te lo crees, mejor no te cuento lo de las Torres Gemelas.
—¿Qué?
—Nada.

viernes, abril 12, 2013

Conversaciones con Martina (56)


Martina, en el coche, de camino a casa, le dice a su madre:
—Mama, yo de mayor no quiero ser nada.
—Pero hija, tendrás que estudiar para ser algo en la vida.
—Vale, ¿para qué hay que estudiar menos?

Conversaciones con Martina (55)


«... la última, la última, la última, la última...».
Esta mañana se ha quemado un autobús frente al hospital de Mataró. Ha quedado calcinado. Cuando he ido a buscar a Martina al colegio, de regreso a casa, se lo he explicado.
«La última, la última, la última, la última...».
Le he descrito cómo salía el humo, y cómo los coches de policía y el camión de bomberos corrían, veloces, adelantando a todos los coches parados...
«La última, la última, la última, la última...».
... y, tomando alguna licencia del campo de la ficción, le he explicado a Martina que la gente que estaba dentro se ha salvado porque ha abandonado el autobús a tiempo antes de que las llamas lo devoraran.
«La última, la última, la última, la última...».
—Cuéntamelo otra vez —me ha pedido cuando he terminado.
—No es un cuento, Martina. Ha pasado de verdad.
—Ya lo sé, hombre, pero cuéntamelo otra vez.
—Qué no, Martina, que no es un cuento.
—La última, por fa.
—Que no.
—Pues si no lo haces no dejaré de decir «la última».
—¿Qué¸
—La última, la última, la última, la última, la última...

jueves, abril 11, 2013

Conversaciones con Martina (54)

Voy con Martina de camino al colegio. En la mano sostiene una muñeco, una rata de peluche.
—Papa, ¿tú qué nombre le pondrías, rata o ratolí?
—Yo qué sé, hija. Ratolí, que es más bonito, ¿no?
Se queda pensando un instante, y al final concluye:
—No, le pondré rata, que es nombre de niña.

domingo, abril 07, 2013

Escrache

Sobre el escrache. Yo lo veo así: hay dos mundos, el de ellos y el nuestro. Y cada vez más distanciados. El de ellos es próspero, gozan de muchos privilegios y no hay el menor rastro de olor a sardinas. En el nuestro prevalece la incertidumbre, la precariedad laboral, el miedo. No hacen nada por mezclar su mundo con el nuestro. Nosotros sí, a veces tratamos de ponernos en su lugar, paseamos por sus urbanizaciones —cuando se puede— como turistas atónitos, como pueblerinos recién llegados a la metrópoli, y miramos las tapias altas que se alzan en torno a sus casas, pero las miramos como miramos el escaparate de una boutique de lujo, conscientes de que no están a nuestro alcance, ni lo estarán jamás. Desde su mundo condicionan el nuestro sin ver amenazado el suyo, manejan el nuestro y lo manejan a su antojo. Ellos son insensibles a nuestra suerte porque no se ponen en nuestro lugar. Para ellos, apenas existimos. Somos una multitud sin rostro que contemplan, de camino a casa, tras los cristales entintados de sus coches; somos cifras, datos macro económicos que manejan durante el día, al final del cual regresan a sus casas, tan alejadas de las nuestras. El escrache es acercar nuestras casas a las suyas, convertirnos en vecinos, el escrache es que se cuele por sus ventanas el olor de las sardinas que cocinamos, el escrache es revelarle nuestra existencia. Quizá —y sólo quizá— sea la única forma de hacerles entender que lo que hacen tiene consecuencias.

Dos gotas


Te tengo que decir una cosa.
—Qué cosa.
—Se acabó.
—El qué, ¿mirarte?
—No, reírte las gracias. Ya no lo voy a hacer más.
—¿Por qué?
—Por qué va a ser, porque tienes la gracia en el culo. Siempre la has tenido ahí.
—Y entonces ¿por qué te reías?
—Qué sé yo. Por inercia.
—¿Por inercia?
—O por quedar bien. ¿No me digas que a ti no te ha pasado nunca?
—¿El qué?
—Que no te haga ni puta la gracia lo que dice alguien, y sin embargo te rías porque sabes que el otro espera que te rías.
—Supongo.
—Fijo que te ha pasado. Si me ha pasado a mí, por huevos te ha tenido que pasar a ti. Y eso no está bien.
—¿Reírte de lo que no tiene gracia?
—Exacto. No está bien.
—¿Por qué?
—Porque si me río sin que me haga gracia, es como si estuviera mintiendo.
—Qué más da. Son mentiras piadosas.
—Me meo y me cago en las mentiras piadosas. Son mentiras, y punto. Y el mundo sería un lugar más habitable si dijéramos lo que pensamos de verdad.
—¿Tú crees? Yo creo que se iría todo a tomar por culo a la primera de cambio.
—Que no. Prueba.
—¿Que pruebe? ¿Que pruebe qué?
—Prueba a decir algo de mí que nunca te hayas atrevido a decirme.
—Venga ya.
—Que sí. Que no pasa nada. Va, con dos cojones. Di lo que quieras. Ni me voy a inmutar.
—A ver, déjame que piense.
—Tómate tu tiempo.
—Por ejemplo...
—Dispara.
—… me jode mucho verte todas las mañanas con legañas en los ojos.
—¿Te jode o te da asco?
—Las dos cosas: me jode y me da asco.
—Vale, legañas. Lo asumo. Venga, sigue.
—¿Más?
—Sí. Seguro que hay más cosas que te joden. Desembucha.
—Como quieras. Me toca mucho los huevos, pero mucho, que saques las llaves de casa cuando falta un kilómetro y medio para llegar. Tú no sabes cómo me toca los cojones verte las llaves colgadas de la mano durante un kilómetro y medio como si fuera un sonajero. Ni te imaginas.
—Ok. Vamos bien. Las llaves. Venga, aprovecha que estás en racha. Sigue.
—No me gusta tu perro, no me gusta nada de nada. Es feo de cojones, y da asco, da mucho asco. Siempre intenta follarse mi pierna. Se yergue a dos patas y se pone a refregar su polla contra a mi pierna. Coño, como si mi pierna se pareciera a una perra. Una de dos, o tu perro es ciego, o es subnormal.
—Eso lo hacen todos los perros, no sólo el mío.
—Me la suda. Es que no me gustan los perros en general, ni el tuyo ni el de nadie. Y me toca mucho los cojones que un animal que confunde una pierna con una perra sea considerado el mejor amigo del hombre. Y luego está lo de la mierda. Recoger en una bolsita las mierdas que van dejando por todos lados. No le cambio el pañal ni a mi hijo y le voy a recoger la mierda a un perro: una polla como una olla. Y me tocan mucho los cojones los músicos callejeros. Para uno que sabe tocar, cien no tienen ni puta idea. La música amansa a las fieras… un nabo para ti. Voy en el tren y en la primera parada sube un hijo de puta que se cree Michael Jackson o su puta madre, y pone en marcha el amplificador y se pone a cantar como si tuviera un cangrejo pellizcándole los huevos. El hijo de puta, qué mal canta. ¿Y qué pasa entonces? Que no puedo leer mi libro en todo el camino. Y hablando de libros, le arrancaría los pezones con unas tenazas incandescentes a todos los que les presto uno y me lo devuelven con las puntas de las páginas dobladas. Soplapollas, me cago en tus muertos, ponle un punto de libro, que no cuesta nada, aunque sea una mierda de cartón, ni que tuvieras que ponerle un billete de quinientos euros. Así reventaras, cabrón. Ah, y a quien no soporto tampoco es a ese mamón que cuando estás sentado en la butaca de cine, se pasa toda la película dándole golpecitos con el pie a tu asiento, por detrás; joder, a ese le arrancaría el pie, qué cojones, arrancar no: se lo cortaría a machetazos, por encima del tobillo, ¡zas, zas, zas!, y luego se lo metería por el culo con zapato y todo, y si el zapato tiene hebilla, tanto mejor. Ah, y a todos esos cerdos que se dejan la uña del dedo meñique largas como mejillones, a esos les cortaría el dedo ese asqueroso y le sacaría la cera de las orejas con él, y se la daría a comer y no dejaría de meterle cera en la boca hasta que cagara cirios. Joder si lo haría. Ya lo creo. Pero ¿sabes qué es lo que de verdad me pone enfermo?
—No ¿qué?
—¿De verdad no lo sabes?
—Ni puta idea.
—¿No lo sospechas ni siquiera un poquito?
—Que no, coño.
—Lo que de verdad me pone enfermo es llegar a casa, encerrarme en el váter, y soltar toda esta sarta de gilipolleces contra la imagen que me devuelve el espejo.

viernes, abril 05, 2013

Lavaos

Un día lo haré. El día menos pensado los cogeré por banda, uno a uno o todos a la vez, y les diré: lavaos. No es malo, no va en contra de ninguna ley ni constituye un delito. El agua esta ahí para nosotros. Coño, es un jodido milagro de la naturaleza. Eso si que es un milagro y no toda esa sarta de soplapolleces de dios y su puta madre. Joder, que el mamón ese caminara por encima del agua no quiere decir que no quisiera sumergirse en ella. Ya no os exijo que la mezcleis con jabón, ni mucho menos: entiendo que vuestras diferentes sensibilidades y supersticiones os hagan reacios a los componentes químicos. Un invento del demonio. Lo entiendo, no lo comparto, pero lo entiendo. Pero ¿el agua? ¿Qué coño os ha hecho el agua para pasar de ella de esa manera? ¿Es porque hay mucha y os produce hartazgo? Pensáis: joder, tres cuartas partes del planeta son agua, qué hartura ¡Pero mamones, si no la tenéis que utilizar toda! Basta una miaja de nada, para los sobacos, y, si me apuráis, para mitigar, en la medida de lo posible, el puto aliento a rayos que sale de vuestras entrañas. Ese puto aliento que parece, fíjate tú qué paradoja, que huya porque no puede soportar estar ahí adentro.

Qué hacer.

Creo que voy a dejar de ver informativos. Afectan seriamente mi estado de ánimo. Pero si dejo de verlos, parece como que huya de la realidad, como que la eluda, como si no hacerle frente constituyera un síntoma de cobardía, o irresponsabilidad. El dilema me sale al paso: si continúo leyendo, viendo o escuchando las noticias me veo abocado a una depresión, a una desmoralización constante, con la sensación de habitar una distopía. Y si no lo hago, viviré como un niño, sin preocupaciones, feliz, como si cada día fuera un regalo. Qué hacer.

jueves, abril 04, 2013

Coversaciones con Martina (53)

Pilar está duchando a Martina. Martina aprovecha el vaho que cubre la puerta de cristal de la ducha para dibujar un corazón con el dedo .
—Esto es todo lo que te quiero, mama —dice señalando el corazón. A continuación dibuja un corazón más grande y añade:
—Y esto es lo que quiero al papa.
Pilar contempla la diferencia de tamaño entre los dos corazones.
—¿Quieres más al papa que a la mama? —pregunta Pilar, ofendida.
—Bueno sí, y a la tía Manoli —responde Martina, incapaz de advertir que se está pisando terreno peligroso.
—En un ranking de los tres, ¿la tía Manoli va primero?
—interroga Pilar.
—¿Qué es un ranking? —pregunta Martina.
—El orden, quién va primero, segundo y tercero. Eso es un ranking.
—Sí —responde Martina. La expresión de ofendida de Pilar se acentúa.
—¿Qué? —expresa Martina al ver la cara de su madre. Y Pilar, poniendo de manifiesto una madurez notable, contesta:
—Nada, nada... que el cariño verdadero no se compra con dinero.