sábado, abril 19, 2014

El hermano

—¡Tío! ¡Tu brazo!
—Lo perdí.
—¿Cómo?
—No te lo vas a creer.
—Cuenta.
—Me clavé una astilla.
—¿En el brazo?
—En el dedo.
—¿Y?
—Era una astilla diminuta.
—Como todas.
—La quise sacar.
—Normal.
—Cogí una aguja.
—Un clásico.
—Y me puse a hurgar con ella en el dedo para tratar de sacarla.
—Hiciste bien.
—Pero se complicó.
—¿Qué pasó?
—La astilla, en lugar de de salir, entraba.
—Mal asunto.
—Hasta que desapareció.
—¿Desapareció?
—Sí.
—¿Desapareció del todo?
— No era capaz de verla.
—¿No la veías?
—No. Y eso que de tanto hurgar con la aguja había hecho un agujero bien grande.
—¿Cómo de grande?
—Parecía un jodido cráter.
—Qué exagerado.
—En serio, tío: un jodido cráter lunar en la punta del dedo índice.
—¿Y qué hiciste?
—Qué podía hacer.
—¿Acudiste al médico?
—No tenía tiempo que perder.
—¿Por qué?
—¿Por qué? ¿No me digas que no lo sabes?
—¿Que no sé qué?
—Tío, no me jodas: es lo primero que de niño te explican tus abuelos.
—¿A qué te refieres?
—Al peligro de una astilla alojada en tu cuerpo.
—¿Qué pasa con ella?
—La astilla va penetrando en tu organismo.
—¿Y?
—Y tarde o temprano se incorpora al riego sanguíneo.
—¿Y qué pasa entonces?
—¿Qué pasa? Tío, piensa un poco: la astilla se convierte en un misil que se dirige a tu corazón.
—¿En un misil?
—Sí, en un jodido misil.
—Y si llega al corazón...
—Estás jodido, tío.
—¿Cómo de jodido?
—Jodido del todo. Muerto, deceso, finiquitado, fiambre. A tomar por culo todo.
—Me cago en la puta.
—Ya te digo.
—¿Y qué hiciste?
—Qué voy a hacer.
—¡Explica!
— Casi podía notar cómo la astilla subía brazo arriba.
—Joder, tío, qué mal.
—Si la astilla alcanzaba el hombro, estaba perdido.
—¿Y eso?
—Joder, se te tiene que explicar todo: del hombro en adelante es cuesta abajo, tío.
—¿Y?
—Pues que la jodida astilla desciende cuerpo abajo a toda velocidad.
—La puta de oro, qué situación.
—Tenía que cortarle el paso como fuera.
—¡Como fuera!
—Tome una decisión: tenía que amputarme el brazo de un tajo.
—Hostia santa.
—Pero yo solo no me veía capaz.
—¿Y entonces?
—Llamé a mi hermano.
—¿A Pedro?
—A Pedro.
—¿Llamaste a Pedro?
—Sí, joder, llamé a Pedro.
—Pero Pedro...
—Lo sé, pero no tenía nadie más a quien recurrir.
—¿Y qué hizo?
—Le puse el cuchillo en las manos y le dije: corta, tío, corta ya.
—¿Y cortó?
—De un tajo.
—¡Te salvo!
—¡Qué me va a salvar el puto inútil ese!
—¿No? ¿Cómo que no?
—Me cortó el derecho...
—¿No me digas que..?
—...y la puta astilla estaba en el izquierdo.

miércoles, abril 16, 2014

Los conoce

—¿Me vais a matar?
—Sí.
—¿Lo harás tú.
—Seguramente.
—¿Por qué?
—¿Por qué te vamos a matar?
—Por qué tú.
—Azar.
—¿Azar?
—Lo echamos a suerte.
—Ya veo.
—¿Qué?
—No queréis hacerlo.
—Qué sabrás tú.
—Si no no lo echaríais a suerte.
—Lo que tú digas.
—Y si no queréis hacerlo es porque sabéis que está mal.
—Cierra el pico.
—¿Tienes hijos?
—Que cierres el pico.
—Me vas a matar, lo menos que puedes hacer es dejarme hablar.
—Tú mismo.
—¿Tienes hijos?
—¿Y qué si los tuviera?
—¿Qué piensan de todo esto?
—¿De qué?
—De que su padre se dedique a matar gente.
—Como si lo supieran.
—Esa es otra señal.
—¿Señal de qué?
—De que sabéis que no está bien lo que hacéis.
—Ni sabemos ni dejamos de saber.
—¿Cómo lo sabes?
—¿Cómo sé qué?
—¿Cómo sabes que tu hijo no lo sabe?
—Porque lo sé.
—Yo no estaría tan seguro.
—Lo que tú digas.
—¿Cómo sabes que no trasladas a él todo el odio que llevas dentro?
—Calla la puta boca.
—¿Cómo sabes que no estás haciendo con tu hijo lo que hicieron contigo?
—Y según tú ¿qué hicieron conmigo?
—Te confundieron.
—¿Me confundieron?
—Te educaron para que no distingas lo que está bien de lo que está mal.
—Igual el confundido eres tú
—Imposible.
—¿Cómo puedes estás tan seguro?
—Porque yo no mato gente.
—A veces no hay más remedio.
—¿Ves?
—¿Ves qué?
—¿Cómo sabes que lo que dices delante de tu hijo no está impregnado de ese odio?
—¿Y qué si lo estuviera?
—¿Y qué?
—Sí, y qué.
—Si tú mismo no eres capaz de encontrar respuesta a esa pregunta es que no hay nada que hacer.
—Pues deja de intentarlo.
—Que deje de intentar ¿qué?
—Convencerme para que no te matemos.
—Ni se me ha pasado por la cabeza. Os conozco; sé que estoy muerto.
—Entonces, ¿para qué tanta charla?
—Para que te la lleves contigo.
—¿Para qué me lleve qué?
—Esta conversación. Para qué no la olvides nunca.
—¿Para qué no la olvide?
—Para que nada más reventarme de un tiro la cabeza se te repita, como un lamento, todos los días de tu vida.
—¿Y si eso no pasa?
—Más vale que pase, por la cuenta que te trae.
—¿Por qué?
—Porque si no dentro de veinte años tu hijo ocupará el lugar que ocupas tú ahora, y nada habrá cambiado.
—Que así sea.